
“Dejar que esos hombres vivan…”
Tony Raful
Robert Kennedy, en un discurso pronunciado en Sacramento días antes de ser asesinado, condenando la intervención militar norteamericana en Viet Nam, dijo estas bellas palabras que pueden ser citadas en cualquier contexto en el que la barbarie define sus improntas de horror: “¿Cuáles de esos valerosos jóvenes que mueren en los campos de Vietnam podrían haber escrito una sinfonía? ¿Cuáles podrían haber escrito un hermoso poema, o podrían haber curado el cáncer?
¿Cuáles podrían haber jugado en la liga de honor, o habernos regalado risas desde un escenario o haber ayudado a construir un puente o una universidad? Es nuestra responsabilidad dejar que esos hombres vivan”. Charles Darwin cuyas investigaciones sobre la evolución de los seres vivientes transformó el marco científico de su época, aseguró que en la naturaleza, en la lucha por la vida sobreviven los más fuertes, que el instinto vital determina la existencia y su corolario de fuerza y poder frente al medio hostil.
A la rigurosidad del concepto de Darwin hay que añadir que el proceso de la evolución de las especies tiene en la inteligencia, en la capacidad de administrar conocimientos y elaborar conductas y valores una posibilidad concreta del alterar, variar o influir en la determinación ciega del instinto.
El papel de la cultura y la educación en el ensamblaje de la evolución social, la capacidad de instrumentar ideas y patrones cuya fijaciones de carácter moral son comunes a la civilización, como por ejemplo la defensa de la vida, los derechos consustanciales, los atributos de la dignidad de la persona humana y las prerrogativas de alcance social colectivo que fueron consignadas en la Revolución Francesa y en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, demuestran la posibilidad de intervenir en el curso mecánico de la evolución, entendiendo la conciencia como aspecto de ella, como momento alto de su excelencia hacia niveles superiores de comprensión y búsqueda de sentido.
La guerra es siempre horror no importa bajo qué argumentos se pretenda justificar, supone la ineptitud absoluta de la inteligencia para dirimir las contradicciones que motivan las confrontaciones. Es cierto que vivimos en medio de la injusticia global y bajo un apoderamiento de poder de clases y grupos hegemónicos insensibles y carentes de objetivos solidarios, que la guerra constituye la deshumanización de todo el interregno de la evolución, su retorno a las cavernas.
Bertolt Brecht, el poeta y dramaturgo alemán, escribió a los soldados que iban al frente en la II Guerra Mundial, que el oficial que le ordenaba marchar contra el enemigo, él mismo era el enemigo.
Las escalofriantes informaciones de la matanza en la Franja de Gaza constituyen un genocidio de proporciones ilimitadas donde se pone de manifiesto la capacidad destructiva y la falta de amor así como la consecución del imperio de la fuerza y la muerte. No se trata de evaluar propuestas cimentadas en controles provisionales o en victorias pírricas, de lo que se trata es de buscar la paz, la paz auténtica que nace del respeto entre los pueblos.
Curiosa escena la perpleja angustia de dolor y fuego en los mismos territorios donde hace veinte siglos Jesús predicó el amor y la paz entre los seres humanos. Podríamos pensar que la evolución en cuanto la aparición de la conciencia ha sido un fiasco, que somos iguales o peores que hace dos mil años, que ciertamente Darwin tenía razón cuando le asignaba al proceso de estudio de la evolución de las especies un determinismo instintivo de vida en que sobreviven los más fuertes, los más canallas, los más preparados por la propia naturaleza y no necesariamente los más buenos.
Pero sería una conclusión simplista ignorar los aportes y valores creados por la humanidad para oponerse a esa fuerza desintegradora del instinto de muerte. ¿Cómo desconocer la resistencia, el valor de los pueblos que reprueban la muerte, que aman la vida? ¿Cómo anular las potencialidades de justicia y de una humanidad que planta sus semillas de vida en el equilibrio de luz de mandatos divinos?
¿Cómo desconocer que en el propio interior de la conciencia escindida, en el recóndito espacio de sus ordenanzas instintivas de muerte y odio, irrumpe la contingencia del amor, la negación de su orden de exterminio auxiliada por el creciente clamor de lucha contra la guerra?
El terrorismo de grupos fanáticos como Hamas no justifica el crimen masivo contra una población indefensa, desesperada y sin destino. Hay que oponerse con decisión y valentía para no ser cómplices del aniquilamiento de la vida.
El odio y la venganza no conducen al amor sino a la consagración del círculo vicioso de la muerte. Hay que detener la matanza. La evolución humana está detenida en estos momentos en los campamentos y ciudades de Palestina, en los actos sórdidos y crueles del terrorismo islámico y judío. ¡Hay que retroceder ante el horror!
TOMADO DE EL LISTIN DIARIO
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