TRADUCTOR

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Andrés L. Mateo

Escritor. Narrador y ensayista.

clave@clavedigital.com

Tiene la mano puesta en el mentón y dos dedos llegan muy próximos al oído.
Simula pensar, pero sonríe; instalado ya en la veneración, soportando apenas el suplemento de adulación que le aporta el locutor afónico.

Es casi un Dios, y a veces tiene que sufrir la desgracia de ser comprendido, aunque tenga que hacer concesiones restregándose con el leve olor a sudor de un militante jubiloso.

Leonel Fernández está a punto de meterse en la faltriquera casi medio siglo de lucha democrática.

Se sueña a sí mismo como un Monarca, y bajo ese gestuario de sangre fría quiere levantar la idea de que el poder es a él como una segunda naturaleza.

En rigor, pese al costado intelectual de su imagen, sus gobiernos se definen menos por su pensamiento e ideas que por el despliegue de una pragmática que lo permite todo, siempre y cuando el iluminado se pueda reproducir en el poder.

Estoy mirándolo en la televisión, y sé que ese hombre que tiene la mano en el mentón, es el vivo testimonio de un yo escindido. Lo que se cuela subrepticiamente en el rostro de ese príncipe iluminado es la naturalización de esa escisión.

Él ha decidido, durante años, la suerte o la desdicha de muchos otros.

Ha comprado con dinero constante la resignación y el respeto.

Ha enlazado la autenticidad de la vida al espectáculo.

Puede violar la constitución y al mismo tiempo proponer una nueva.

Puede mentir, permitir la corrupción, y declamar sin sonrojo sobre los valores.

¿Importa, acaso, qué suma de felicidad ciudadana se hubiera podido conseguir con lo que se gastó, para la gloria de su merced, en la construcción del Metro?

En su desenvoltura, ligado a su objeto, el Metro nos hablará por siempre de la unión de dos grandezas, aunque no soporte el más mínimo análisis de la lógica burguesa, con la que él engalana sus discursos.

La mano en el mentón, bañado por un simulacro de iluminación, juega con la analogía del sentido y de la forma.

Él sabe que el poder lo envuelve en el misterio, que lo inviste de lo genial, que lo esculpe en la ambigüedad expansiva de la inteligencia, colgando siempre de ese intervalo entre la perversidad y la decencia.

Está a punto de meterse en la faltriquera casi medio siglo de lucha democrática, conoce la precariedad inagotable de una sociedad corrompida, y sabe que con el manejo del presupuesto puede hacer pasar su ambición de poder al rango de acontecimiento patriótico.

¡Es tanta la miseria material y espiritual!

¡Oh Dios!

¡Parece un Monarca!

¡Se cree un Monarca! ¡Casi es un Monarca!

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